Aunque al principio alguien había ideado una estructura, con el paso del tiempo y las necesidades crecientes de la familia se habían ido agregando habitaciones hacia atrás, hacia arriba, incluso hacia el frente, cuando cerraron el jardín de la entrada. El taller estaba hacia dentro, por el pasillo, como a mitad de camino, porque después se anexaron las habitaciones del fondo, con su baño y su cocina y que configuraron una segunda vivienda.
El taller era más ancho que las otras habitaciones y tenía más puertas. Una comunicaba con la habitación que los nietos una vez aprovechamos de dormitorio, y otras dos daban al pasillo y estaban enfrentadas. Puertas de doble hoja atiborradas de cristalitos, que al estar desencajados permitían que el aire pasara silbando en el invierno.
En verano la construcción era muy eficaz, y el suelo de cemento ayudaba a mantener fresca la habitación. Y en invierno… bueno, mi abuelo parecía no acusar el frío. Si no fuera por los sabañones, claro, que le hacían la vida imposible. Por eso, aunque trabajaba con el torso desnudo, llevaba siempre los pies encerrados en pantuflas de felpa.
En honor a la verdad, cuando encendía sus prensas para trabajar la goma era la estancia más acogedora de la casa. Mi abuela se sentaba a su lado y le cebaba mate. A veces, cuando ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse y cuando se aburrían de decirse siempre lo mismo, encendían la radio y continuaban hasta que la oscuridad del patio indicaba la hora del café con leche de antes de dormir.
Ese sábado llovía. Los pedruzcos de granizo golpeaban con furia el toldo metálico amenazando con romperlo, hundirlo, vencer las últimas hojas donde se acumulaba el peso del agua caída. La hiedra ante la puerta delantera del taller, la que utilizaban habitualmente, también acusaba la furia de agosto en Buenos Aires.

     2002

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