Hemos entrado a saco en la recta final del año. Diciembre ha llegado y se niega a avanzar, cosa que yo agradezco. Nos entretiene con festivos indecisos: si… no…, si…, no. Aquel viaje a Madrid, Pitol andaba desconcertado. Si, quizás fuera el jet lag lo que desacompasaba su cuerpo, pero lo cierto es que mientras apagaba sus cigarrillos transgresores en un improvisado cucurucho de papel, que regaba profusamente con agua mineral, llegamos a pensar en un repentino atisbo de senilidad en el Maestro.
     Recuerdo ese aciago día en que nos enteramos de que Chisy había dejado de existir. Por la mañana me habían despertado los estallidos de uno de los trenes. Por la ventana, el horror. Llegué al trabajo caminando entre heridos y ambulancias. A la altura de Atocha nos hicieron retroceder y dar la vuelta por el Retiro. Ya en mi puesto, como a media mañana, el teléfono, una premonición: «una mala noticia. No, no son los trenes. Es nuestra Chisy. Ayer en París. Todo ha terminado».
     Ha vuelto a amanecer por estos horizontes. Hay una plaza, los niños ríen, caen y lloran, hacen carreras con las bicicletas bordeando los juegos una vez, y otra, y otra más. Pasan los trenes y dejan sólo un zumbido en los oídos. Pitol ha vuelto a dar cursos en la Casa de América y ahora le han dado el Cervantes.
     Los gatos siguen procreando ahí en la esquina.

4/12/2005

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