Tuvo que beber a cuatro patas. Todos reían con crueldad. Tanto alboroto armaban que también las chicas se acercaron a mirar y a burlarse. Él supuso que Martita estaba allí y eso le daba mucha vergüenza. ¿Se estaría riendo ella también? Si estuviera seguro de que no había venido, soportaría la penitencia con más facilidad, pero para asegurarse tenía que levantar la vista de la fuente y mirar alrededor y no estaba dispuesto a enfrentarse a nadie en esas circunstancias. Por el rabillo del ojo adivinaba los bultos multicolores saltando al ritmo de las palmas. Las voces de la izquierda eran de chico y las del otro lado de chica, y los colorines de las faldas se abrían y cerraban con los golpes de aire a cada salto. ¡Pensar que en otro momento habría disfrutado de su posición privilegiada a ras de suelo! Pero hoy se sentía humillado. ¿Hasta cuándo pensaban seguir con la gracia? Habían establecido diez minutos. Él dijo que cinco eran suficientes, pero como estaba en franca minoría no le quedó más remedio que aceptar.
    Podía simular, hacer creer que él también se divertía con la broma y girar dando saltos como un cachorro para ver si localizaba a Martita, y de paso mirar debajo de las faldas para que se fueran de una vez. Pero la correa que sujetaba Manuel le dolía en el cuello. ¡Qué vergüenza! Tomar la iniciativa y que le gritara “¡soo! Perro. Quieto ahí”. ¿cuánto tiempo faltaba? No tenía reloj, y aunque lo hubiera tenido no iba a intentar mirarlo. Y las chicas ¿no tienen nada que hacer? Si ellas se van a lo suyo, la cosa pierde gracia y seguro que dan la prenda por terminada.
    Lo insufrible es que pasen los diez minutos aquí y me tenga que levantar delante de todos. Porque vamos a ver. ¿Qué digo?: “Hola”. No. Imposible. No puedo decir “Hola” como si acabara de llegar porque todos me estaban mirando ahí a cuatro patas bebiendo agua de la fuente como un perro. ¿Cuánto faltará? Se me está agarrotando la lengua de tanto lamer agua sucia y además me salpico la cara y tengo que cerrar los ojos y ya no puedo ver si distingo a Martita.
    Además, no puedo ponerme de pie y decir “Hola” porque, si en eso veo a Martita, me quedo sin habla y hago el ridículo, pero de pie. No. Martita no se reiría de mí. Ella seguro que se alejaba para no presenciar mi vergüenza.
    Todo por chulo, por presumir de que era el más rápido y de que como tengo las piernas más largas podía llegar el primero al descampado. ¿Cómo iba a adivinar que el papá de Jorge era deportista y se lo llevaba a entrenar todos los domingos? “Fijad vosotros la penitencia, yo no me quiero aprovechar”. Por gilipollas, por eso estoy aquí, con el culo de los pantalones gastados hacia arriba y bebiendo agua sucia como un perro.
    ¡Eh! ¿Qué pasa?, que no tire de la correa que me ahogo. “¡Eh, tú!, animal, que ya han pasado los diez minutos, ¡levántate!”. Sí, ¡tu padre se va a levantar en medio de la plaza y con las chicas alrededor! De eso nada. ¿Qué hago? Rápido, tengo que pensar algo… ¡Oh! Ya no saltan… ¡Qué silencio!… Se oyen risitas… Y bueno, yo me levanto y que sea lo que Dios quiera… No me voy a quedar aquí hasta mañana.
    “Gamberros, que sois unos gamberros”… Esa voz… ¡Martita!… ¡Está aquí!… No me levanto nada… Mejor me largo… “GUAU GUAU ¡Cuidado que muerdo! GUAU GUAU ¡Que te quites te digo! GUAU GUAU ¡Que muerdo! GRRR… ¡Que te marco la pantorrilla!… GUAU GUAU…”
    “Ahhh!… ¡Cuidado!…” “Está loco…” se oyó por la derecha. “¡Aaaay!… ¡Socorro!…” “Vámonos…” sugerían al unísono las voces por la izquierda.
    Un silencio repentino quebró el alboroto y entonces solos, con Martita, abandonaron –mudos- la plaza.

Publicado en el libro colectivo “Cuentos para leer en el metro”, ed. Catriel, Madrid, 1999.

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