Dicen que la distancia es el olvido,
pero yo no concibo esa razón…
Roberto Cantoral (La Barca)

Estuve buscando fotos de mi primo Ernesto. Sólo encontré una. Lo siento tan cercano y, en realidad, nos debemos de haber visto diez veces en la vida, contando la vez que fui a visitar a mi tía Cristina a la clínica, para conocerlo cuando nació. Como a tantas familias aventureras, de exiliados o emigrantes, nos tocó vivir distanciados. Y, sin embargo, tan cerca.

Nos veíamos en reuniones familiares en mis viajes a Buenos Aires, cada tres; cuatro; incluso seis años. La familia paterna es de la provincia de Buenos Aires. Nos separa el Atlántico, pero también la precaria infraestructura de carreteras y el transporte público porteño. Yo aprovechaba cada escapada para ver a toda la familia en un asado multitudinario, al que se iban sumando los nuevos miembros de la familia y los sobrinos nacidos entre una visita y la siguiente.

Hasta mi último viaje, en diciembre pasado. Fue un viaje súbito y a destiempo. Mi amigo Alfredo García, barítono, cantaba en el Teatro Colón. Yo nunca había asistido a ningún espectáculo en el gran Colón y me pareció una ocasión perfecta para remediarlo. Unas vacaciones a trasmano, antes de las Navidades. Dejé todo colgado y me fui. Dos semanas que se hicieron cortas. Entre medias un viaje a la playa, a Villa Gesell, para ver a mis tíos Bocha y Cristina, padres de Ernesto, conocer su nueva casa y perder la vista en el océano Atlántico, al otro lado del mundo.

El asado familiar no se dio y Ernesto se vino un lunes por la tarde a la capital, para vernos. Cenamos unas pizzas y hablamos. Mucho, hablamos sobre planes de vida, contratiempos, nos preguntamos inquietudes, hobbies, sueños. Entre otras cosas, me contó de su cambio de destino en el hospital, con horarios que le permitían pasar más tiempo con sus hijas y llevarlas al colegio. “Nosotros nunca habíamos hablado tanto, Norma —me dijo de repente—. En realidad, nunca hablamos, siempre nos vemos con más gente”. “Es verdad —reaccioné—. Por fin nos conocemos”. Me acompañó a la casa de una amiga, donde yo estaba parando, y se marchó.

Después, me di cuenta de que no nos habíamos hecho ninguna foto juntos, algo protocolario en todos los encuentros familiares. Se lo comenté en un Whatsapp: “Sí, increíble, no tengo los genes de mi madre”, contestó entre risas.

Me quedo con su sonrisa y con el recuerdo de esa charla frente a la pizza por Parque Centenario.

In memoriam. Ernesto Dragoevich (2/09/1975-12/08/2020)

 

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