Maraña de crías asustadas en el patio. Berridos histéricos de excitación infantil, zapatos marrones polvorientos albergaban piecitos en azul Ciudadela. Calcetines caídos, rodillas lastimadas, guardapolvo blanco –Palomita– con el lazo deshecho. Por la mañana tieso de almidón, pero a esa hora daba igual. Largas trenzas a los lados, vincha blanca para esconder las orejas y las bolitas de plástico que, encerradas en una gomita, sujetaban fuerte las puntas del cabello, balanceándose locas sin ton ni son.
     Una maestra nos mantenía agrupadas como a un rebaño de ovejas: niña no te vayas, tú ven aquí. Otra salió a la carrera a pedir ayuda y empezó un ir y venir de adultos, que cruzaban el patio en diagonal, chocándose o haciendo corrillos cada tanto para intercambiar ideas.
     “…Eva María se fue, buscando el sol en la playa…” cantaba Lorena que era muy audaz y como se las daba de mayor se había apartado un poco.
     No queríamos volver a clase. Yo nunca había visto una tragedia tan de cerca. Pensaba que me podía haber muerto junto a todas mis compañeras y con mi maestra, que era tan buena y hacía la “o” tan redonda en la pizarra.
     Hablaban de llamar a los bomberos y de que vendría la policía también. ¡Entonces, nos iban a meter presas! Yo no podía tener más miedo. La comisaría estaba a la vuelta de mi casa y de noche los gritos volaban hasta las azoteas, colándose por las ventanas del edificio. A veces parecía la voz de mi padre y yo no me podía dormir y me iba a su habitación para comprobar que él estaba. ¿Quiénes gritaban tanto ahí abajo? ¿Por qué les pegaban? ¿Le harían daño a mi maestra por dejar que se prendiera fuego en la clase?
     Berta había notado que algo andaba mal con la estufa de keroseno, pero no dijo nada. Primero para que no la apagasen, porque estaba harta de pasar frío en su casa, después porque tenía miedo de que le echaran la culpa a ella, como pasaba siempre.
     Venía del Norte, Berta. Era como una cabra montesa. La comprabas con una golosina cualquiera y la tenías a tu lado, fiel y dócil como hay pocas, pero no sabía moverse entre cuatro paredes. Nos pisaba al caminar, se le rompían las tizas al escribir en la pizarra, volcaba los vasos con agua de un codazo.
     Descubrir su llanto y las llamaradas fue todo uno. El cubo de agua que lanzó la madre superiora en su afán de ser útil y salvar la escuela se convirtió en una lluvia de chispas de colores, que se multiplicaba como nuestros gritos desde el patio. Después, el colegio olía igual que almacén de carbonero, a bizcocho quemado, televisor fundido, y la clase ennegrecida era un gran charco de agua que la chica de la cocina barría entre los pupitres hacia el patio.
     Y Berta desapareció. En Dirección no estaba. Con el alboroto, a mi maestra se le olvidó ponerla en penitencia por si acaso contra una pared. Apagado el fuego y una vez que comprobaron que no había ningún herido, nos hicieron recorrer el colegio de cabo a rabo buscando a nuestra compañera. A medida que se agotaban las expectativas nos empezamos a asomar a las clases, pidiendo “permiso señorita, buscamos a Berta” y dando las gracias después. Desde otros cursos se juntaban, rizos contra coletas, los pares de ojos en las ventanas, contemplándonos envidiosos, tan ajetreadas por los pasillos, buscando a Berta que no aparecía.
     Miramos también en los lavabos, donde solía esconderse cuando, al meter la pata muy gordo, todas le volvíamos la espalda. Pero tampoco estaba.
     Las monjitas reunidas en su Biblioteca mandaron decir que no tenían noticias de ella desde el día anterior. El incendio se desató tan temprano que Berta no tuvo tiempo de equivocarse en nada.
     Cuando la mañana gris se acercaba imperturbable a un negro mediodía, nos juntaron con las de 4º y su maestra, mientras mi señorita, la directora y la madre superiora se encaminaban a casa de Berta, por si ella había escapado para volver con su madre. Pero yo creo que si Berta se hubiera escapado, lo habría hecho de verdad, para siempre. En su casa le habrían dado una paliza triple, más grande que en la comisaría. Una por escaparse, otra por el incendio y otra para que no olvidara la lección.
     Nunca más se habló de Berta.

Publicado en el Nº 2 de la revista bilingüe “Short Stories Magazine”, ed. Atlantic Group, Madrid, febrero 1996.

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