Un martes hacia finales del invierno
Aquella mañana Nicolás, que está blanco, llama a la puerta y se entretiene jugando con el sombrero. Luego pasa y se tumba, mientras se pone a cuadros, a juego con el diván.
–Lo noto un poco alterado, Nicolás, ¿qué le ocurre?
–Anoche tuve un sueño.
–¿Ah sí? ¿Por qué no me lo cuenta?
–Bueno. Allá va: soñé que llovía. Había estado lloviendo toda la mañana. Tanto, que había anidado en la corteza de un árbol. Al caer el sol, la humedad hace presa de mis articulaciones y bajo a tierra. Voy avanzando entre el barro y cuando llego al césped llovizna otra vez. Acorde a las circunstancias, muto de marrón a verde oscuro. Más adelante, al pisar las baldosas mojadas del patio de la casa me vuelvo, alternativamente, color mostaza o teja, según el cuadrado que en ese momento estuviera atravesando.
–¿Eso es todo?
–¡Nooo! El sueño sigue: la tormenta arreciaba y yo hacía esfuerzos parte en avanzar de prisa, parte en cambiar de color. Ya casi llegaba al garaje, donde al fin podría guarecerme de los truenos. El suelo parecía de cemento y me preparé para volverme gris. Pero entonces, justo al levantar la pata izquierda, un relámpago iluminó de rojo la superficie mojada y decidí ponerme colorado, tirando a plata.
Iba chapoteando y ya casi había apoyado la mano en esa superficie áspera, cuando alguien en la casa encendió una luz, y a través de la cortina amarilla el garaje se me antojó un tono como beige. Respiré, aliviado por haberme dado cuenta a tiempo, y me iba a poner de ocre cuando apagaron la luz y se hizo la oscuridad.
–Continúe, continúe. Lo escucho. ¿Qué pasó después?
–Me ahogué.
–¿Cómo?
–Que me ahogué. Debería haber pensado en negro, ¿a qué sí? De noche, siempre hay que pensar en oscuro. Pero no me dio tiempo y me ahogué.
–¿Y a usted qué le sugiere? ¿De qué color cree que se debería haber puesto?
–Me recuerda a mi mamá. Ella siempre insistía en que me camuflara. Pero si me camuflo, no avanzo; y si avanzo no me da tiempo a andar pensando en disfraces. Además, el negro no me habría salvado de morir ahogado. Podría haber llegado al garaje sin problemas si no hubiese perdido el tiempo en estar mudando de color. ¡Esto no es vida! ¿Por qué no puedo ir siempre en… por ejemplo… tonos pastel? A mí me gusta.
–Tranquilícese, hombre. Es sólo un sueño.
–Ya, pero esto no funciona.
–Procure relajarse, y disfrute. Ya continuaremos con el sueño en la próxima sesión. Parece tener mucho más de lo que aparenta.
Nicolás no sabía qué hacer. Por más que daba y daba vueltas en su encrestada cabecita, no sabía cómo salir del embrollo. De eso hacía ya algún tiempo. ¿Mucho o poco? Eso depende del reloj con que se mida, amigo. Pongamos, para entendernos, que habían transcurrido unos meses.
A su novia, la conoció una tarde de primavera en el jardín de la esquina. Era un día estupendo y Nicolás estaba feliz porque podía pasear entre las flores y echarse siestas rosadas, violetas, tornasoladas. Entonces la vio. Ahí estaba ella, Carlota –aunque entonces desconocía su nombre– tomando el sol con sus amigas en el bordillo de la acera. Enseguida congeniaron y al poco tiempo ya quedaban para comer y hacer juntos la digestión tumbados en la barandilla que cercaba las flores.
¡Era tan guapa, Carlota! Era otra flor entre las flores, y Nicolás mutaba en el color de Carlota y Carlota en el suyo y de lejos eran uno solo, se murmuraba.
Otro martes, ya entrada la primavera
–Me parece que usted tiene algún problema con los colores.
–¿Usted cree? Bueno, siempre puedo ponerme transparente. Aunque, a decir verdad, no creo que solucionara el problema. ¡Yo no puedo seguir así!
–Vamos a ver. Cálmese ¿Qué tienen de malo los colores?
–No son los colores. Es Carlota. No, tampoco es Carlota. ¡Snif! Soy yo, bueno somos los dos. ¡Buaaaahhhhh!
–Perdone, pero no entiendo nada.
–Tan enamorados estamos que una tarde nos escabullimos de la gente, buscando intimidad. Yo ya me había percatado de que algo no andaba bien. En general quedábamos a la hora de la siesta. Pero una vez que el encuentro se prolongó más de lo habitual, pasamos juntos a la sombra, bajo una piedra. Carlota ya no era la misma. Ya no era la chica radiante que había conocido. Me desilusionó un poco y ella lo debió notar, porque al momento palideció. Y claro, con el disgusto yo también me volví gris y creo que la decepcioné a ella.
–Disculpe, pero no veo nada anormal en lo que me está contando. Todos nos adaptamos al entorno.
–¡Un momento, joder! ¡Que no he terminado! Le decía que yo notaba que algo iba mal. Pero desde entonces procuré quedar siempre para comer y después de un rato me marchaba. El sistema funcionó y olvidé el incidente. Ahí fue cuando decidimos profundizar en la relación. Una tarde, nos apartamos buscando nuestro nidito de amor.
–¡Estupendo! ¿Cuál es el problema?
–Algo va mal.
–¿Qué es lo que va mal?
–Yo.
–¿Usted?
–Si, yo… No, no… No puedo.
–¿No puede qué?
–Hacerlo. No se me para. No me pone. Yo, quererla la quiero, pero en la oscuridad está tan mustia, que no puedo. Y mire que lo intento. Cierro los ojos y procuro imaginar que estamos a la luz del día y Carlota iluminada, con una margarita pintada en el ombligo y claveles por la espalda. Pero me emociono, abro los ojos y la veo otra vez ¡Tan gris! ¡Tan, tan apagada! Entonces no hay forma. Carlota está muy disgustada, piensa que la rechazo. ¿Qué puedo hacer, doctor?
–Vaya. Pues sí, parece que tenemos un problema. Bueno, ya seguiremos hablando de esto otro día. Buenas tardes.
Por la calle iba un Nicolás cabizbajo. Círculos de colores bordeaban sus escamas. Pensando en Carlota, las espirales violetas, amarillas, naranjas giraban sin parar aumentando de tamaño y cruzándose en un caos. Al pasar por la pescadería se disfrazó de cangrejo y casi acaba en una bandeja entre la escarcha. Se puso azul y con estrellas plateadas. El arco iris lo atravesó siete veces desde la cresta hasta la cola. Puso lunares verdes que estallaban amarillos sobre el blanco de su cabeza; y triángulos naranjas sobre azul que giraban hacia atrás por el lomo y le recorrían el rabo para desaparecer sobre su rastro en la acera. Al final, agotado, disimuló su palidez contra un buzón, a la sombra de unos hierbajos del camino.
También martes y la primavera continúa
–Lo noto verde. ¿Qué le ocurre, Nicolás?
–Estoy practicando. Me he apuntado a yoga.
–¿Ah sí? ¿No me diga? ¿Y cómo es que le ha dado ahora por el yoga?
–Verá: es cuestión de concentración. Se trata de buscar un color, interiorizarlo, y dejar la mente en blanco. Entonces se alcanza el nirvana, que es la relajación absoluta, y el color que escogimos permanece.
–¡Ahhh! Ya le decía yo que usted tenía un problema con los colores. ¿Lo recuerda?
–¿Los colores? Mi problema es otro: Carlota. Quiero iniciarla en la cromogenia. Además, si consigo mantener un color que a ella le guste, ella estará contenta, o sea colorida. Entonces, mi socio se animará y la relación con Carlota llegará a buen puerto.
–Entiendo. Y… ¿Funciona?
–De momento, no. Dice que por qué no me mimetizo con la naturaleza como los demás. Por ahora, todo el peso de la relación recae en mis espaldas.
–¡Hombre! En cuestiones de pareja, el problema siempre es de los dos.
–Es que cuando consigo mantener una tonalidad, Carlota se piensa que es porque no le presto atención. Se sale con “¡No me estás escuchando!” o “¡Tu siempre a tu bola!”.
–¡Qué barbaridad! ¿Y no le ha explicado lo importante que es para usted la manifestación cromática?
–No me ha dado tiempo, ¡snif!. Se levantó y se fue. ¡Snif, snif! Dice que es para siempre. No quiere hablar conmigo.
–Esto le va a traer repercusiones. No se preocupe, vaya tranquilo: lo trataremos en su momento.
Por las noches, Nicolás trepa a un aromo. Allí arriba, entre las hojas más altas, practica la iridiscencia. Lamento silente de estallidos luminosos. Verde-amarillo-naranja-rojo-violeta-azul-verde-amarillo. Titila, Nicolás; y derrama una lágrima —turquesa— que va a caer al vacío. La gota gira y gira, pero se evapora antes de tocar la tierra. Carlota, que concilia el sueño allá abajo, cree distinguir una estrella fugaz y pide un deseo.
Publicado en el libro colectivo “Historias de amor y desamor”, Trivium Proyecto Editorial, Madrid, 2001.