Había estado lloviendo todo el día, tanto, que a la hora de la salida, cuando todos se lanzaron hacia la puerta de entrada con el timbre, la desilusión empezó a prender en los rostros infantiles: imposible abandonar el colegio. Estaban en una isla. La lluvia se había ido acumulando en la calle por culpa de desagües atascados o de escasa capacidad. De la calle pasó inmediatamente a las aceras y de ahí a la escalinata del Instituto. Uno a uno el agua metódica caída a lo largo del día había ido trepando los escalones. Al hall de entrada todavía no había asomado, pero que era cuestión de tiempo.
Por la mañana para ir a clases Berta se había puesto las zapatillas húmedas de tormenta del día anterior. Ya se secarían en clases. Todo el día estuvo revoloteando por los pasillos en los recreos, aguantando broncas, sin otro objetivo que el que se le secaran las zapatillas, o al menos se le fuera ese frío metálico de los pies.
Y ahora, la inundación. Si el Instituto era una isla su barrio sería un continente, y aunque lograra abandonar ese templo del saber, sería imposible a todas luces alcanzar su casa, al otro lado de ese delta de calles que atravesaba a diario.
Bordeando la pared, se acercó Berta hasta la entrada, desde donde dirigían la Directora y el Conserje, codo con codo, la diáspora. Tan ajetreados estaban que no la vieron. Tanteó entonces la temperatura del agua. Se asomó y con cuidado sacó una patita a la calle, apoyó su zapatilla áspera en el agua y, de a poco, la fue hundiendo hasta tocar el primer escalón. Bueno, la lluvia de hoy no estaba más fría que la de ayer. Diríamos que a la misma temperatura: la del metal en invierno. Sujetándose al marco de la puerta apoyó el peso de su cuerpo en el pie que ya estaba fuera y sacó el otro, que procuró apoyar delante del primero para alcanzar el segundo escalón. El agua abrazó su pantorrilla y los gemelos.
Entonces miró hacia atrás, vió a sus compañeras que hablaban a la vez, entre ellas y con la maestra a la que llamaban palmeándola en la espalda, los brazos, las manos y la señalaban a ella en la puerta, respiró hondo para darse coraje, se dio media vuelta hacia la tormenta, y soltando la puerta comenzó a avanzar, hacia abajo y al frente, con gritos como toda despedida.
El agua tragó sus rodillas mugrientas y subió por los muslos. Entonces, el guardapolvo mojado trepó hasta su cintura mientras la enagüita comenzó a florecer, abriéndose sobre la superficie del agua. Berta caminaba absorta sin hacer caso de las advertencias ni de los ruegos ni amenazas de los mayores. En su avance, los botones cedieron a los ojales y perdió el guardapolvo en la primera esquina. Pero a Berta pareció no importarle. Ella continuó al mismo ritmo. Libre de toda sujeción, las enaguas treparon hasta su cuello y al doblar la esquina, nos dijeron después, solo era su rostro el que avanzaba, rodeado de una guirnalda de puntillas y sus manos en alto para ayudarse sujetándose de las farolas que salían al paso o para abrazar bien fuerte alguna que otra madera que hiciera de balsa.
Nunca más se supo de Berta.
09/12/2006