Blog para tratar de cultura, narrativas y comunicación, alegóricamente

Mis relatos

¿Y vos cuándo te vas a casar, Laurita?

Terminó de cruzar la avenida por el paso de cebra justo cuando cambiaba el semáforo. De estar sola le habría dado tiempo de más, aún le sobraban energías para correr unos metros, pero iba empujando la silla de ruedas y pensaba en el parque. Un rayo de sol entre las nubes disipó sus dudas y tras arrebujar bien a la tía en la sempiterna manta de vicuña se internó entre las acacias, apostando por veinte minutos de buen tiempo. Desde la silla, unos labios apretados bajo unos ojitos horizontales muy subidos parecían aprobar la travesura. Y traqueteando con la silla por el paseo avanzaron entre los setos podados, no muy lejos para que les diera tiempo a volver antes de que bajara la temperatura. La tía Carmen mantenía los ojos cerrados y su boca sin dientes murmuraba que pronto podrían pasear hasta tarde.
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¡Soo! Perro, quieto ahí

Tuvo que beber a cuatro patas. Todos reían con crueldad. Tanto alboroto armaban que también las chicas se acercaron a mirar y a burlarse. Él supuso que Martita estaba allí y eso le daba mucha vergüenza. ¿Se estaría riendo ella también? Si estuviera seguro de que no había venido, soportaría la penitencia con más facilidad, pero para asegurarse tenía que levantar la vista de la fuente y mirar alrededor y no estaba dispuesto a enfrentarse a nadie en esas circunstancias. Por el rabillo del ojo adivinaba los bultos multicolores saltando al ritmo de las palmas. Las voces de la izquierda eran de chico y las del otro lado de chica, y los colorines de las faldas se abrían y cerraban con los golpes de aire a cada salto. ¡Pensar que en otro momento habría disfrutado de su posición privilegiada a ras de suelo! Pero hoy se sentía humillado. ¿Hasta cuándo pensaban seguir con la gracia? Habían establecido diez minutos. Él dijo que cinco eran suficientes, pero como estaba en franca minoría no le quedó más remedio que aceptar.
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Quisiera que ya no fuese tarde

Nunca llegaría abajo. Balanceándose escalón a escalón, con el bolso en una mano y la gabardina bajo el brazo, Claudia sintió que se ahogaba. En un último esfuerzo, había cogido la tarjeta de “tránsito” para aventurarse en el edificio del aeropuerto de Recife, donde el aire era un poco más respirable.
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Una confidencia particular

María, Cariño. Es tarde y estaréis durmiendo. A estas horas de la madrugada en que sólo circulan unos pocos rezagados y los camioneros pasan la noche en el área de descanso, he parado a echar gasolina. ¡Por dónde empezar! Sí, ya sé: soy cobarde. Siempre me lo has dicho. Por eso he decidido escribirte una carta.
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Añorando a Berta

Maraña de crías asustadas en el patio. Berridos histéricos de excitación infantil, zapatos marrones polvorientos albergaban piecitos en azul Ciudadela. Calcetines caídos, rodillas lastimadas, guardapolvo blanco –Palomita– con el lazo deshecho. Por la mañana tieso de almidón, pero a esa hora daba igual. Largas trenzas a los lados, vincha blanca para esconder las orejas y las bolitas de plástico que, encerradas en una gomita, sujetaban fuerte las puntas del cabello, balanceándose locas sin ton ni son.
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Nada tenía sentido

Esa tarde Numen se peleó con el gato, y como después de todo él era el dueño de la casa, ella hizo las maletas y se marchó. Ya encontraría otro lugar donde no hubiera animales molestos captando su presencia por los rincones. Pot fue implacable: no la quería bajo el mismo techo. Porque desde su aparición, Marcos lo ignoraba, ya no jugaba con él. Y no sólo era eso. Pot la sentía, pero le era imposible concretar su figura. Al principio pensó que se burlaban de él, que alguien le rozaba el lomo a contrapelo y se escondía, y aunque él saltara como un resorte nunca descubrió quién era. En la vastedad de sus dominios se sabía acompañado. Numen lo inundaba todo, la casa entera estaba impregnada de ella. Por eso cuando se decidió a expulsarla, arrasó de lleno.

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