Amanece, que no es poco. En el Jardín del Edén, din, don, las damas vienen y van, din don, dan.
En realidad anochece, en este Madrid silencioso y un tanto caótico. Silencioso por la noche, en este puente agosteño sin casi gente, durmiendo las obras. Madrid caótico, tanta cosa para hacer y realizarse en los pocos días de vacaciones. Nadie, nadie descansa. A dónde irán, adónde llegarán, tantos.
La gata mira. La gata espera. Se aburre. Insiste con su patita agamuzada y esos ojos de implacable indiferente. Cada quien cosecha lo que siembra. Cada quien se lo merece, casi siempre.
Yo me dejé andar, sin moverme. Ahora estoy tranquila, junto a la gata que mira y espera.
Anochece sin cesar. Las hojas del cuaderno se vuelven grises y la escritura patas de araña. El vino se agota en el vaso. Anochece. Es de noche ya. Las farolas iluminan la indefinición exterior. El bar de enfrente no abre –es agosto– no pasa un alma por la esquina.
Quedan las rebajas. Aún nos quedan las rebajas.
La gata se esponja a lametazos. Zplaz, zplaz, sglub, slob, sgtruf.
“Hoy es siempre todavía”, aún, aún.
Splash, splash, chas chos. Splash splash. Chas Chos. Concierto de electrodomésticos. Adormecer al run run de los motores.
Interferencias. Por todas partes. Siempre. No hay forma de concentrarse. Voy, vengo. Por el camino me entretengo.
Uno… Dos… Tres… Cuatro… Cuando llegue a diez me empiezo a mover. ¿Y tú? ¿Te mueves? ¿Qué haces? ¿A qué te dedicas? No me mires así que me rompo. Incluso quizás me derrita. Voy, vengo. Por el camino me entretengo. Imposible concentrarme con tanto silencio.