Te dije que no lo hicieras. Te expliqué que ya había descubierto tu juego y que no me hacía ninguna gracia. Todos los días lo mismo. Despachas a los niños al colegio en el autobús de pago y dando media vuelta observas satisfecha -aunque con sorna, que llevo tiempo estudiándote a través de las láminas de la persiana- observas la fachada de tu casa y luego la mía, con más disimulo. Te acercas lentamente y como con desgano pasas la palma de tu mano por el marco frío de las ventanas. Das unos pasos y compruebas la reja, que -no sé que buscarás, aunque sí que cada día representas la función para tu vecina- la dorada reja, decía, que ciega cuando el sol se refleja en ella siempre a la una. Suspiras ¡qué estudiado golpe de aire sueltan tus pulmones! y desapareces hacia el inmaculado interior de tu vivienda.
Te dije que no lo hicieras más. Te advertí. Cada mañana durante los últimos meses escolares te empeñas en desmerecer mis ventanas, sacando lustre a las rejas de tu salón de por sí impolutas. De nada vale que me afirmes loca. Sabes que te he descubierto. Ya todos lo saben: mi marido, el tuyo y los chavales.
Ni una sóla vez más -te advertí-. Estaré esperando y actuaré. Solo quieres que el chofer se detenga en tu portal. Buscas que mi marido llegue a casa descontento y envidioso de tu resplandor hogareño.
Por eso, porque te dije que si lo volvías a hacer te acordarías de mi -aunque me equivoqué, pues tu avispada mente ya no retendrá nada en su interior-. Por eso estás aquí boqueando con el palo de la fregona clavado en el gaznate.
Tu limpiametales lo he cogido prestado. Hoy brillarán mis ventanas como nunca y nadie contemplará tus ojos asombrados -¡qué bien disimulas!- en el fondo del contenedor de la esquina.

09/12/2006

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