Hace unos días Antonio Lorenzo, periodista de tecnología en El Economista, lanzó un reto en Twitter: ¿Quién se apunta a la experiencia #undiasinmovil el 8 de julio? No lo pensé dos veces y me apunté. Dejo aquí mi diario de la jornada.

 

00:45 hrs.

Miro la tele desde el sofá. A mi lado la gata duerme. En invierno se enrosca para retener el calor pero en noches como esta se estira, las pezuñas cerradas a la vista, despreocupada. Le haría una foto. No comparto gatitos en Facebook pero se trataría de un estudio psicológico: un montaje con las dos versiones, verano/invierno. Estaría bien. Mi móvil lleva 45 minutos apagado. Me he comprometido a no utilizarlo durante 24 horas y no iré a buscar la cámara al armario en la otra habitación. A saber si la batería está cargada.

 

07:00 hrs.

Comienza la odisea.  Menos mal que he escondido el móvil en un cajón.  Lo primero que he hecho por la mañana fue ir en su busca para comprobar las alertas de mensajes, correos y menciones en Twitter. Quizás hoy me concentre más en mis proyectos, ¿será una jornada productiva?

 

09:00 hrs.

¡Vaya! Acabo de caer en que ¡no tengo acceso a mi agenda de contactos! Hace poco creí haberlo perdido y me di cuenta de la necesidad de tener una copia de seguridad en la nube, pero no llegué a realizarla. Mal hecho. Lo apunto ya mismo en mis tareas pendientes.

 

12:00 hrs.

He recurrido al correo electrónico. ¡Funciona! No lo descartemos todavía como medio de comunicación, aunque estoy contactando con personas de las que disponía previamente de su dirección de correo.

 

13:30 hrs.

¡Me aburro! Qué soledad más grande. Huérfana del mundo en mi cubículo. No estoy habituada a abrir las redes sociales desde el ordenador: me distraen, siempre utilizo una segunda pantalla que consulto cada 2 horas. He pasado toda la mañana sin el ipad pero ha llegado el momento de encenderlo.

 

15:00 hrs.

Toca salir a la calle. Tomo la precaución de consultar Google Map desde el ordenador. Me llevo las señas y datos de mi cita apuntadas en un papel.

 

16:50 hrs.

Me siento como cuando dejé de fumar. De esa experiencia (hace ya 20 años) recuerdo la sensación de sentirme de más en los bares: antes me tomaba un café y me quedaba fumando. Al dejar de fumar me tomaba el café y ya no tenía nada más que hacer. Lo mismo ocurre con el móvil: es una herramienta de trabajo excelente y permite estar comunicado, pero también es un “ocupa tiempo” muy socorrido. ¿Estaré con síndrome de abstinencia?

 

20:45 hrs.

Angustia. ¿Me estaré perdiendo algo? ¿El Killer Project? ¿Esa llamada que estoy esperando? Ya sólo doy el número de teléfono del móvil. Contrariamente a la costumbre del pasado en la que el móvil sólo se compartía con el círculo más íntimo, para mí ha pasado a ser el medio de comunicación público por antonomasia: el fijo, sólo a los más cercanos.

 

21:50 hrs.

¿Y si lo enciendo? Sólo un momento, no se lo cuento a nadie…

 

23:45 hrs.

Ansiedad. Esto se ha convertido en un juego. Voy a buscar el móvil, no estaba en el cajón y no recuerdo dónde lo he dejado. Aparece bajo un montón de revistas, boca abajo.

 

Conclusión:

No me he perdido nada. Ningún incendio ni llamada importante. Es verdad que había advertido previamente a mi entorno de que tendría el móvil apagado y es probable que en otro momento del año, con actividad más intensa, el resultado hubiera sido otro.

Lo más difícil de gestionar ha sido la agenda de contactos. Todo lo demás es reemplazable. Más incómodo, pero si los móviles desaparecieran nos amoldaríamos rápidamente a métodos más arcaicos.

Actualización:

Añado enlace a los relatos de colegas que también se apuntaron a la experiencia y la compartieron en Twitter:

Fernando Sevilla (@Fer_SC)  –  en PasteBin
Miguel Ángel Uriondo (@Uriondo) – Mi día sin móvil


el reportaje de Antonio Lorenzo (@antoniolorenzo) – ¿Eres nomofóbico?

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